ÉTICA EN LA PRACTICA MÉDICA ONCOLÓGICA
DISCURSO DEL DR. CARLOS VALLEJOS SOLOGUREN ANTE LA ACADEMIA NACIONAL DE MEDICINA
(13 de abril de 2023)
Buenas noches, distinguidos miembros de la Academia Nacional de Medicina y apreciados amigos:
En primer lugar, deseo expresar mi agradecimiento a la ANM por concederme el grado de Académico Emérito, condición que significa un alto honor en esta etapa de mi vida profesional y me compromete a continuar trabajando y colaborando con todas las gestiones de nuestra Institución a favor de la salud de nuestro país.
Esta noche hablaremos sobre el tema de la ética en la oncología, una materia insoslayable en nuestra práctica diaria y esencial en nuestra condición humana.
El asunto de la ética nos remonta a los inicios de la civilización, a la Antigua Grecia, donde empezó a construirse la noción sobre esta disciplina científica, a la cual se le dio un concepto asociado al conjunto de normas morales que rigen la conducta de las personas en cualquier ámbito de la vida y cuya aplicación se ejecuta en el campo profesional, jurídico, científico, político, deportivo y ambiental, entre otras.
En términos biomoleculares, diría que la ética está en nuestros genes y es una cualidad diferencial de la humanidad con las otras especies animales sobre la Tierra; y como tal, también está sujeta a las dinámicas de la interacción humana en la historia de las sociedades.
Así, por ejemplo, Sócrates, el padre de la ética, basó todo su pensamiento en torno a la noción del Bien. Esta idea fue ampliada por Platón, quien dedicó gran parte de sus trabajos al abordaje del Bien, la Verdad y su papel en la República.
Posteriormente, Aristóteles, reconocido como el fundador de la ética propiamente dicha, sistematizó por primera vez la relación entre la ética social e individual; entre las normas y los bienes; y entre la teoría y la práctica, además de otros aportes.
En ese proceso evolutivo, durante el Medioevo, la ética se nutrió de las doctrinas clásicas de la felicidad y los unió a la doctrina cristiana, especialmente desde la normativa de los diez mandamientos.
A la luz de los avances científicos, en la Edad Moderna surgió la necesidad de construir un modelo ético sustentado en la razón. Ya en tiempos contemporáneos, las corrientes vitalistas y existencialistas desarrollaron el sentido de la opción y de la responsabilidad.
En nuestros tiempos, la ciencia ética está concentrando sus estudios alrededor de interrogantes y dilemas filosóficos relacionados con la tecnología, la manipulación genética, la robótica, la virtualidad y la inteligencia artificial.
Ese es el actual contexto donde, quienes trabajamos en el campo asistencial y en el campo de la investigación, tomamos decisiones diarias basadas en el análisis ético de cada una de nuestras conductas. Lo que hacemos y/o dejamos de hacer en la práctica médica es el resultado de un profundo y riguroso proceso cognitivo donde prima el componente ético que da el sustento al conocimiento científico.
El asunto ético es un principio fundamental en la práctica de la cancerología, más aún si se considera que esta especialidad se ha nutrido enormemente de los últimos avances científicos generados como resultado de los ensayos clínicos, enfatizando en la inclusión de la biología molecular, que ha permitido curar a un mayor número de pacientes o alcanzar periodos más largos de sobrevida y con mejor calidad de vida. Sin embargo, la satisfacción por estos logros científicos son motivo de polémica social y constante interrogante profesional.
Este es el momento en que en nuestra práctica clínica surgen diversas interrogantes: ¿Cuánto y cómo debo informarle sobre su enfermedad?, ¿debo ocultarle información?, ¿Cuál sería nuestra finalidad: prolongar la vida o aliviar el sufrimiento?, ¿Cuándo y dónde es correcto administrar un tratamiento?, ¿Es lo adecuado para nuestro paciente?, ¿El paciente es candidato para participar en un ensayo clínico?
La respuesta a estas interrogantes es una actividad diaria que nos lleva a una situación inminente que es el momento de la toma de decisiones. Y esto es lo que hace apasionante abordar un tema tan complejo, pero a la vez tan humano como la ética.
Luego de los más de cincuenta años de labor asistencial y en la investigación oncológica, considero que tenemos aquí un gran reto: debemos comprender y asumir que el éxito médico y científico, que se ofrece hoy, también esté acompañado del componente ético, incorporándolo como parte de nuestras actividades, no solo en la toma de decisiones que proporcionen el tratamiento adecuado, sino también favoreciendo políticas públicas que las hagan accesibles a toda persona enferma que así lo requiera, como una expresión concreta de respeto a los derechos humanos.
Este último enfoque fue impulsado desde el Ministerio de Salud cuando nos tocó asumir la responsabilidad de dirigir la gestión de dicho sector allá por el año 2006. Y es que la ética no debe ser incompatible con el eficiente manejo de la administración pública.
En el abordaje del asunto ético surge el tema concomitante del desarrollo de los ensayos clínicos. En países como el nuestro, hay algunas corrientes de opinión que critican la realización de los ensayos clínicos, con argumentos ficticios que alimentan el mito de que las personas son utilizadas como “conejillos de indias” en la aplicación de nuevas alternativas terapéuticas o que se está “experimentando” con la salud y la vida de las personas; todo ello abona a pintar un cuadro irreal de inhumanidad y carencia ética.
Esta visión se torna más compleja cuando se pretende relacionar el desarrollo de los ensayos clínicos con los intereses lucrativos de los laboratorios que impulsan y promueven dichos estudios.
El hecho es que gran parte de la población desconoce los principios éticos de la Declaración de Helsinki, promulgada en la décimo octava Asamblea de la Asociación Médica Mundial, en junio de 1964, que determinó los procedimientos y regulaciones para las investigaciones médicas en seres humanos y que fue respaldada posteriormente por la Asamblea General de las Naciones Unidas.
En ella se establece claramente que el deber del médico es promover y velar por la salud de las personas. Los conocimientos y la conciencia del médico deben subordinarse al cumplimiento de ese deber.
Previamente, la Declaración de Ginebra de la Asociación Médica Mundial, del año 1948, compromete al médico con el precepto de "velar solícitamente y ante todo por la salud del paciente".
Además, se establece tajantemente que el propósito principal de la investigación médica en seres humanos es mejorar los procedimientos de prevención, diagnóstico y tratamiento, y también comprender la etiología y patogenia de las enfermedades.
Quienes trabajamos en el desarrollo de la investigación clínica en oncología somos conscientes del involucramiento pleno de los pacientes y sus familias en esta misión a favor de la vida, y eso nos condiciona a ejecutar las acciones con una estrecha vigilancia y con la necesidad de cumplir altos estándares científicos y éticos. El esfuerzo y la rigurosidad son mayores, más aún en el mundo contemporáneo donde cada día surge información falsa y ocurren nefastos casos de fraude académico.
El derecho del paciente a la información nos proporciona otro ángulo de abordaje del asunto ético en la oncología y las otras ramas de la salud. Esto le permite al paciente acceder a la información sobre su enfermedad, lo que es tan vital como el derecho al acceso a recibir atención médica adecuada y oportuna.
En ese sentido, las normas legales vigentes, en todo el mundo, promueven y velan el derecho al acceso a la información, la cual debe darse en forma clara y comprensible.
Es en esta particular interacción cuando surge la relación médico-paciente, sustentada en los pilares de la confianza y la verdad, valores que nunca deben perderse, ya que cuando la información no proviene del equipo que atiende al enfermo o cuando no es clara existe el riesgo de que surja en este la desconfianza, la sensación de engaño y el conflicto comunicacional.
En el artículo titulado “El derecho del paciente a la información: el arte de comunicar”, publicado en el año 2006, en los Anales del Sistema Sanitario de Navarra, en España, se expone que en el ámbito sanitario, ante situaciones de diagnóstico y/o pronóstico grave, tradicionalmente se suelen aducir distintos argumentos para no decir la verdad a los pacientes: uno es el engaño benevolente, que considera que informar sólo añadiría más ansiedad al paciente y esto es evitable.
El segundo argumento sostiene que los profesionales no conocen la verdad completa y, aunque la conocieran, muchos pacientes no comprenderían el objetivo ni las implicancias de la información. Y el tercer planteamiento se refiere a que los enfermos con patologías graves y/o clínica de deterioro incluso cuando dicen que quieren saber, en realidad prefieren no saber.
En esa misma bibliografía, se informa que entre el 40 % y 70 % de los enfermos con cáncer conocen la naturaleza maligna de su enfermedad aun cuando sólo un 25 % a 50 % han sido informados de ello. Esto refleja que el paciente sabe habitualmente bastante más de lo que se le ha dicho, probablemente porque tiene otras fuentes de información, entre ellas su propio organismo que es la principal fuente semiótica. A ello hay que añadir el desafío contemporáneo que tenemos frente al riesgo comunicacional que propone los algoritmos del mundo virtual, de gran impacto en la humanidad.
Y frente a esto surge el instrumento fundamental del acto médico, que es el consentimiento informado, el cual es la expresión concreta y tangible del respeto a la autonomía de las personas en cada acto sobre su salud y en la participación en la investigación científica. Pero esto no solo es un documento más de la historia clínica o un recurso de protección jurídica.
Es un proceso dinámico, continuo y gradual que existe en la interacción entre el personal de salud y el paciente, que queda plasmado en un soporte impreso o digital, dejando constancia de la actitud responsable y bioética del personal médico o de investigación en salud, que fomenta la mejora de la calidad de los servicios y que garantiza el respeto a la dignidad y a la autonomía de las personas. De esta manera se materializa un derecho humano fundamental.
Con el desarrollo del internet y los avances científicos, los valores y objetivos de las personas han variado mucho. En el campo médico asistencial, ahora la mejor elección no siempre es la que prioriza a la salud, sino la que prioriza el máximo bienestar del paciente, según sus propias decisiones. Y en ese contexto el médico no es el único que decide la mejor alternativa.
En palabras de Thomas Percival, reconocido como el Padre de la Bioética, allá por 1803, respecto a la ética médica, todo profesional de la medicina debe asegurarse de que el paciente y familiares tengan la información necesaria sobre el estado del enfermo para proteger de esta manera sus intereses.
En esta parte de mi disertación, considero pertinente introducir el concepto de la distanasia, cuyo análisis etimológico nos remite a sus raíces griegas que la asocian con algo mal hecho y a la muerte. Su significado es contrario al de la eutanasia y está muy asociado a la emergencia y desarrollo de la biomedicina.
En opinión de algunos expertos en la materia, se considera que esto es equivalente a la muerte en malas condiciones, es decir, la muerte con un mal tratamiento asociada al sufrimiento y al dolor.
A esta práctica también se le conoce como encarnizamiento terapéutico. En el contexto académico, científico y asistencial esto es motivo de estudio y de debate multidisciplinario constante; por un lado, está el planteamiento de que el ser humano no tiene derecho a decidir sobre su vida, y del otro lado, el planteamiento a favor de la vida y en contra del sufrimiento.
Existen algunos especialistas que le otorgan un enfoque determinista y señalan al médico como único responsable de los actos distanásicos.
La discusión ética gira entorno a la prolongación innecesaria del sufrimiento de una persona con una enfermedad terminal, a través de tratamientos o acciones que de algún modo alivian (parcial y/o temporalmente) los síntomas que padece, pero sin tomar en cuenta la calidad de vida del enfermo.
La situación descrita anteriormente nos lleva a analizar el concepto de encarnizamiento terapéutico, que consiste en retrasar la muerte, por todos los medios, proporcionados o no, haya o no esperanza alguna de curación y aunque eso implique generar en la persona enferma otros sufrimientos a los que ya padece, y que no lograrán evitar la evolución irreversible de la enfermedad.
En la comunidad médica y científica existe unanimidad respecto al rechazo de una dilación experimental sin límite que implica el encarnizamiento terapéutico.
Es deber de los investigadores y médicos encaminar su orientación hacia la preservación de la vida con calidad y dignidad.
En síntesis, podemos afirmar que la conducta ética es inherente al ser humano. Está en la estructura más esencial de su constitución como tal. Y por esa razón es un componente diferencial con todas las especies animales que habitan el planeta. El comportamiento ético es lo que nos hace actuar con inteligencia; y esa inteligencia es lo que nos impulsa a generar nuevos conocimientos y a buscar nuevas alternativas terapéuticas frente a enfermedades que ponen en riesgo la supervivencia de la humanidad.
La ética contribuye a una sana convivencia social, razón por la cual debe estar presente en absolutamente todos los actos y conductas de nuestra vida. Y más aún, cuando una persona asume compromisos de representatividad, autoridad o liderazgos sociales. La solidez ética es el antídoto contra la degeneración de los valores humanos expresados en la corrupción.
En el marco de los principios éticos que rigen nuestra conducta profesional, considero oportuno hacer un reconocimiento especial a mi profesor y amigo entrañable Dr. Rolando Calderón Velasco, connotado miembro de esta ilustre orden, por cuya mentoría tuve el alto honor de ser incorporado a esta histórica y prestigiosa academia.
También valoro las enseñanzas de mi maestro en la oncología médica, el Dr. Andrés Solidoro Santisteban, con quien bajo su guía y liderazgo impulsamos los primeros aportes a la consolidación de nuestra especialidad en el Perú.
En ese orden de ideas, también cabe destacar las experiencias compartidas por el Dr. Eduardo Cáceres Graziani, Padre de la Cancerología Peruana, de quien pudimos nutrirnos de sus valiosos conocimientos que sirvieron para iniciar la sistematización científica de la oncología en nuestro país.
Finalmente, hago un reconocimiento muy especial a mis profesores del MD Anderson Cancer Center, Emil Frei III, Emil J Freireich y Gerald P. Bodey (este último fue miembro correspondiente extranjero de nuestra Academia), gracias a ellos he podido participar y contribuir en la etapa inicial de la evolución de la oncología como especialidad a nivel mundial.
Muchas gracias.
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